De tanto pensar en el presente
La mano de mi abuelo tenía tantos surcos, baches y abollones como los recuerdos de los campos y caminos de mi niñez. Mi mano viajaba sin resistencia, acomodada entre su mano fuerte, áspera y gruesa. Una mano que había empuñado un fusil, luego la azada y luego, nada.
La de mi padre era mano de oficinista. Mano de ciudad, de metro y de autobús, de piso de protección oficial. De trabajo, de dos trabajos y de pisito en la sierra de los 70.
Mi mano es fina. No tiene el empaque de ninguna de las otras dos. Es mano de universitario. De esfuerzo, pero de no haber pasado mucho frío. Es una mano que ha podido elegir. Sin embargo, todavía es una mano llena de amor y ahora, también de miedo y pena.
Me pregunto cómo serán las manos de mis hijos. Si guiarán otras manos y si podrán tocar otros cuerpos o sus brazos volverán a abrazar. Y lo hago mientras sopeso la huella que dejará en sus manos el ansia de un presente inmediato y de un futuro imperfecto del que ahora mismo vivimos rodeados, planteándome si de tanto vivir en el presente, la adultez arrogante que protagoniza el ahora puede haber dejado en desuso los otros tiempos verbales.
El futuro, hoy en día, toma forma de infancia arrojada en manos de la inmediatez virtual que atenúa el espacio para imaginar y soñar y a la que, a base de devorar nuestro momento, le estamos negando la posibilidad de que un día disfruten del suyo.
Pero el tiempo de nuestros mayores que no es ni pasado, ni presente, ni futuro. Es una mezcla de los tres.
Pienso en cuántos de esos niños no podrán coger nunca más la mano de sus abuelos, ni aprender de sus labios palabras sonoras como albarca, alberca y alfeizar, barullo, balar o balido o si alguien les mostrará que la vida tiene espacio, momento y tiempo. Y memoria. E historia. Y contexto. Y que está hecha a fuego lento, con amor y entrega.
Me atemoriza pensar si con la ausencia prematura de tanta sabiduría durante esta plaga que nos ha devuelto a la realidad de nuestra propia fragilidad, no habremos perdido algo más que la dignidad de no haber sabido defender la vida de nuestros mayores con la nuestra. Si con cada muerte, no habremos perdido a un guardián irremplazable del tiempo y de los tiempos y si sin ellos, los que ya no están, no seremos un poco menos “big” y bastante poco “data”.
Pero parece que ya queda menos. Que ya va quedando menos para volver a abrazar a los que no se han ido, que vuelven a estar más cerca el río y la poza de los veranos en el pueblo, el camino y la piedra, el parque, el juego y también el sofá. Y sus cosas, las de ellos. Sus manías, sus historias y también sus silencios.
Y no olvido que entre tanta confusión hubo gente que eligió compartir destino encerrándose al lado de sus mayores, sacrificando su presente y, quizás, su futuro. Tan solo espero que esos que se marcharon como llegaron, tan en silencio, hayan tenido una mano a la que asirse en el único momento en el que el tiempo, definitivamente, se desvanece.
Nuestros mayores son la memoria gramatical de la sociedad. Los que nos obligan a mirar un poco más allá del ahora, los que nos mostraron por primera vez cómo jugar con el tiempo puesto que ellos son, han sido y al mismo tiempo ya fueron, los que nos enseñaron a vivir y, también, a morir. Sin ellos el pasado no cobra sentido y el futuro es más incierto. Cuidémosles. Cuidémosles siempre.